jueves, 2 de julio de 2009

HACIA UN EREMITISMO INTERIORIZADO - MARIE MADELEINE DAVY ( V )


LA SOLEDAD SILENCIOSA

Vivir solo y silencioso, tal es la vocación del eremita. «La Sabiduría –dirá Filón– gusta del aislamiento... ama la soledad.» Vivir en el silencio y la soledad parece contrario a la condición humana. En efecto, el hombre se desgasta en el decir. La comunicación le interpela y por eso mismo se siente existir.

Hablar puede dar la ilusión de despertar el pensamiento proyectándolo fuera. De cierta manera, se aprende en la medida en que se enseña. Para el eremita, la renuncia a la palabra conlleva también la renuncia a toda publicación. La marca distintiva del eremita reside en el incógnito. En tanto que homo viator, pasa sin ser mirado ni reconocido. Escondido, solamente es visto por el Eterno. A su desaparición, no ha dejado huellas tras de sí. Con toda evidencia, un eremita entregado a la escritura, firmando con su nombre sus obras, muy pronto sale de su eremitismo. Tener un seudónimo no cambiaría nada. Publicar bajo la mención de «eremita» sería una contradicción. Además ese término es publicitario, favorece la curiosidad. Por lo mismo, el eremita ejerciendo la función de gurú, de director de consciencia, ya no es un eremita. Penetra entonces en el circuito del decir, de los buenos consejos prodigados. Una mirada inalterada en el silencio equivale a una palabra. Cargándose de responsabilidades, el eremita pierde su libertad y su vacancia. Viviendo en el anonimato, su oración anónima es de orden universal.

Solo una fe ardiente y desnuda puede comprender la realidad de eso que llamamos «la comunión de los santos» o también «la comunión de los hombres». La tentación suprema del eremita –y sería normal que la padeciera en la medida de su fragilidad– sería la de ceder a la compasión de una manera concreta. Lo que es justo –para aquellos que pertenecen a la consciencia común– llegaría a ser para el eremita un error. En efecto, no hay ninguna necesidad de contacto directo con los hombres. El eremita lleva el mundo en su corazón y lo presenta al Eterno. No se puede comprender esta actitud más que en la medida en la que el eremita se sitúa en una dirección escatológica difícil de captar.

Cuando un solitario vive con autenticidad en el silencio, su fondo remonta. Y ese es todo el secreto de la vida eremítica. Este fondo significa la dimensión divina. Ninguna palabra puede dar cuenta de ello. Lo inefable escapa al lenguaje. Este fondo emerge en un profundo silencio. Un silencio abismal.

Se presenta así un más allá de la alabanza, un más allá de la llamada, un más allá del encuentro o del diálogo. Habiendo plantado su tienda en las peñas, en la montaña, los bosques, en las orillas de los ríos, en una isla, el ermita rodeado de belleza puede descubrirla en tanto que reflejos de la belleza divina. El canto de los pájaros, el perfume de las flores, el viento helado o tibio le encaminan hacia el Creador. Pasando del Dios formador a la Deidad oculta, él se vuelve el portador del cosmos y lo regenera.