sábado, 28 de marzo de 2009

RITMOS Y ANTINOMIAS ESPIRITUALES -3. EL COMBATE EXTERIOR, O MÁS BIEN EL COMBATE INTERIOR -- Cardenal Tomás Spidlik S.J.



Buscar la paz no es privilegio de los esicastas. La desean todos los hombres de buena voluntad: ella es presentada como el don mesiánico, en la Biblia (Is. 9, 6), y debe permanecer, por lo tanto, como programa para todos los monjes. Sin embargo, el antiguo adagio si vis pacem, para bellum! ("¡Si quieres la paz, prepara la guerra!"), paradojalmente también se verifica en la vida monástica. La paz viene luego de muchas luchas (35). Esto vale tanto para los cenobitas como para los solitarios. Pero el tipo de lucha, como nota Evagrio, es diferente. Los que viven en comunidad deben combatir contra sus hermanos negligentes. Pero esta lucha no es tan pesada como se podría creer; dura es la guerra que debe hacer el solitario directamente contra los demonios "desnudos" (36). En el primer caso el campo de esta batalla es el monasterio, en el segundo es la misma alma con sus inclinaciones y sus pensamientos.

Tener un monasterio donde se vive pacíficamente, donde un hermano ayuda al otro a servir a Dios, ¿quién no lo desearía? Juan Clímaco compara la buena comunidad a los caballos que corren juntos y cada uno busca adelantarse al otro. Así debieran hacer los hermanos en el crecimiento de la virtud (37). Pero, en cualquier lugar se infiltran los negligentes. ¿Cómo corregirlos? Si son incorregibles Basilio aconseja echarlos del convento sin piedad para que ese poco de mal fermento no eche a perder toda la masa (38).

El medio menos drástico es la corrección fraterna y paterna, considerada como un gran servicio de la caridad. Si el caballo debe ser apaleado cuando se sale del camino, tanto más el hermano respecto al camino del Señor, escribe José Volokolamsk (39). Y él sabía que este principio, en los monasterios rusos, no se realizaba sólo metafóricamente. San Teodosio de Pecersk, cuando decide introducir la regla de los estuditas, pasaba (después de la oración vespertina) con el bastón por los corredores, y en la penumbra sucedían cosas raras (40). Pero era necesario hacer de todo para introducir o restablecer la paz monástica, garantía de fervor y de progreso espiritual.

No puede sorprender el que algunos no se sintieran suficientemente preparados para hacer esta guerra santa, especialmente cuando los ánimos estaban agitados por las disensiones teológicas, como, por ejemplo, con las controversias en torno a Gregorio Palamas (controversias palamíticas). Se retiraron, entonces, a la soledad. Pero allí encontraron otra guerra: tes kardías, la guerra del pensamiento. Por una equivocación curiosa, el editor Cotelier imprimió: tes porneias, de la impureza (41). ¡Como si las tentaciones del solitario fueran tan sólo ésas! Toda especie de pensamientos malos asalta al eremita, día y noche. El campo de batalla es su corazón. Delante de su puerta debe colocar un ángel con la espada de fuego (42), es decir la continua atención, prosoché (que es la madre de la oración, proseuché), o sea la phylaké, la custodia, la nepsis, sobriedad (43). Sabemos bien que los esicastas se mostraron los mejores maestros de la psicología religiosa, y la Filocalia es el mejor manual para alcanzar la paz interior.

Si la lucha del corazón es más dura, también el resultado es más duradero. El corazón pacificado se convierte en una fuente en la cual se refleja el cielo. Entonces, en este momento, tocamos el punto central de la paz monástica. Ella no puede ser un fin en sí mismo; el silencio sagrado no sirve para descansar, sino para escuchar. Nadie duda de que el silencio pertenece a la vida monástica, como ya mucho antes este "modo de vivir pitagórico" pertenecía a la vida filosófica y a todo ejercicio de la actividad del espíritu. Por eso por todas partes se encuentran sus elogios (44). Y es a causa de estos elogios que hemos olvidado que en sí mismo es un término más bien peyorativo. Reducir a alguno al silencio es privarlo de su dignidad humana, porque el hombre, por naturaleza, es esencialmente logikós, lo que para Gregorio Nazianceno significa "dotado de palabra", capaz de diálogo (45).

Por este motivo el silencio, en su sentido positivo, no puede ser un medio para privarse de toda comunicación, sino, al contrario, debe servir para identificarla. Lo que interesaba a los monjes en primer lugar era el diálogo con Dios. Este diálogo podía ser perturbado por los diálogos con los hombres. Por eso la exigencia de la vida común en el monasterio es un silencio tal que no se pronuncie, según la regla de Basilio, ninguna "palabra vana", tal que no sirva a la piedad (46). Es un silencio exterior que debe colaborar de tal manera que la oración no sea un monólogo, un discurso hecho a Dios, sino un verdadero diálogo, que consiste tanto en el hablar como en el escuchar.

La oración común está organizada de tal manera que el monje pronuncie la oración y a la vez escucha la palabra de Dios que, en el tiempo libre, penetra aún más profundamente en el corazón.

Por esto tanta importancia tiene en los cenobios la Lectio divina (47). Ella encuentra allí un ambiente propicio, sagrado.

Pero Dios habla también de otros modos y, en cierto sentido, el lugar primero lo debe tener la palabra interior, la inspiración divina en el corazón. Para sentirla no es suficiente el silencio exterior, sino que necesita ejercitarse en el silencio interior, el cual, como suelen subrayarlo los esicastas, conduce a los estados místicos, siendo la "oración del silencio" el supremo grado de la oración (48).

En este punto tocamos, evidentemente, ciertos elementos de la vida espiritual que valen para todos, sean cenobitas o eremitas. La diferencia consiste en la mayor o menor atención sobre uno u otro aspecto. Los esicastas estaban convencidos, y no sin razón, de que el hombre no aprende de veras a distinguir los pensamientos y a ser dueño de su corazón si no es en la soledad. En la comunidad está demasiado distraído por las cosas exteriores, aunque reine un gran silencio. El cenobita tiene ante sus ojos a los otros y olvida fácilmente lo que sucede en su propio corazón. Combate con sus superiores, con sus hermanos, y no con el diablo.

¿Qué responden los cenobitas a estas objeciones? Admiten el ideal y admiran a quienes lo alcanzan. Sin embargo relatan gustosos los hechos dolorosos respecto de monjes que han enloquecido en la soledad y que bajo el pretexto de combatir a los diablos se dejaban seducir por sus propias fantasías tomándolas como inspiraciones divinas. El Patericón de Pecersk está lleno de estos relatos sobre monjes seducidos por el diablo en la soledad y curados gracias al retorno a la vida común con los otros hermanos (49).