miércoles, 12 de agosto de 2009

LOS ALIMENTOS DEL HOMBRE INTERIOR - MARIE-MADELEINE DAVY ( VII )


La escritura, dirigiéndose al corazón del hombre, se convierte en su morada, pues la Palabra, semejante a una mano, llama a la puerta de lo interior; abrir es darle entrada, de ahí el texto del Apocalipsis (III, 29): «He aquí que me encuentro a la puerta y llamo; si alguien oye mi voz y abre la puerta, entraré... cenaré con él y él conmigo». Un sentido idéntico se encuentra en el texto del apóstol Juan (XV, 4-5): «si alguno me ama, conservará mi Palabra; entonces mi Padre también lo amará, y vendremos a él y haremos en él nuestra morada». Se trata, pues, de una habitación de la Palabra en el hombre interiorizado.

Leer los textos sagrados considerándolos ajenos a uno mismo sería absolutamente vano. Así, numerosos meditantes no hacen ningún progreso, incluso si se consagran durante horas a la lectura de las Sagradas Escrituras. El sello de los libros sagrados sólo se rompe cuando el meditante abandona lo manifestado y pasa desde lo grosero a lo sutil, desde el discurso al silencio. Este estado de tranquilidad no concierne únicamente al cuerpo, la mente ha de mantenerse en reposo, de ahí la importancia dada a la vigilancia del corazón a fin de rechazar los pensamientos errantes y dispersantes. El corazón se mantiene en la contemplación apacible y se descubren los misterios, el texto sagrado entrega sus secretos ocultos, que arden por ser descubiertos, y toda posibilidad de ensoñación queda eclipsada.


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