jueves, 24 de septiembre de 2009

LA MIRADA CONTEMPLATIVA - MARIE MADELEINE DAVY ( VII )


Por su contemplación, el meditante se comunica con todas las criaturas vivas. Su amor se extiende sobre ellas, como un manto de protección. El viento transporta su inexpresable ternura por los diversos continentes. Helo aquí semejante a una zarza ardiente que arde sin consumirse. Calienta y anima sin por ello juntarse con los seres que él colma de beatitud. Ya la alegría eterna le atraviesa, ella irradia en un espacio incircunscrito.

Despierto, el meditante hace despertar. Adolescentes, jóvenes, viejos salen de su letargo. En los rostros depresivos, una sonrisa se dibuja. Una mujer abandonada domina su pena. Un hombre aislado, tentado por el suicidio, coge entre sus dedos la mano de «la niña de la Esperanza» (Péguy). Ante los enfermos enloquecidos por la proximidad de su fallecimiento, la muerte reviste una forma angélica y anuncia una buena nueva.

En cuanto a la naturaleza misma, ella también recibe los beneficios del meditante. El perfume y el color de las flores se amplifican. En los prados, las briznas de hierba se balancean con alegría. La brisa vehicula a la voz divina mientras que el viento y los insectos transportan el polen. Lo Eterno hace verdear los corazones, habría dicho Jacob Boehme. Porque es a través de lo Eterno como la mirada contemplativa transfigura, eliminando el plomo a favor del oro. En los espejos y los reflejos, el misterio del centro se revela. La novedad de vida deviene sobreabundante.