jueves, 25 de junio de 2009
HACIA UN EREMITISMO INTERIORIZADO - MARIE MADELEINE DAVY ( IV )
LA DIMENSIÓN NOCTURNA
Por vocación, el eremita está consagrado a la noche. Así, el solitario que se consagra exclusivamente a lo Absoluto está invitado a vivir en una dimensión nocturna. Y esto por varios motivos de los que el que más se impone resulta de la profundidad al nivel de la cual la experiencia se desarrolla. El Eterno se oculta en la medida en la que se revela, él habla cuando calla. Así la densidad de la ausencia sobrepasa la sensación de la dulce presencia. Nada se ve, nada se escucha, nada se toca. El lenguaje divino se expresa en el silencio. Lo inefable no podría concretarse en palabras. La desnudez le arranca del ornamento. Como la noche, el silencio se asemeja a la muerte. En cierta manera, dejando un aspecto del tiempo, el eremita vive en un más allá emparentado con la eternidad.
Ciertamente la luz es amada. Pero no podría ser la luz cósmica. Antes que nada el hombre es lunar, él recibe su claridad del sol divino. A continuación, en una fase correspondiente a otro nivel, se mantiene en un estado en el cual los astros del firmamento exterior no podrían tener acceso. Surgiendo en una nueva tierra y un nuevo cielo, este otro firmamento comporta astros sutiles. En fin, el eremita en la medida de su vocación, no tiene ya más ninguna necesidad de la luna para iluminar su noche, ni del sol para iluminar su día. «El (Dios) ha hecho la luna para marcar los tiempos» (104,19) y «el sol par presidir el día»(136,8), dirá el salmista. Ahora bien, el eremita escapa a esta forma de noche y de día iluminando al común de los hombres. Perteneciendo a otra dimensión del tiempo, él se sitúa en una vastedad ilimitada en la que es imposible encontrarle. A propósito de esto, sería posible hablar de «la tierra virgen» –Die jungfern Erde, dirá Angelus Silesio, de donde nace «el hijo de los Sabios» (El peregrino querubínico, libro 1, 147)
Es por eso que el eremita aparece semejante a la «mujer envuelta de sol» (Apocalipsis 12,1), encinta de un varón (el puer eternus). El dragón acecha su nacimiento con el fin de devorarlo. Pero él será «elevado junto a Dios», mientras que su madre se ocultará en el desierto. Así el solitario se aloja en el desierto y combate contra los dragones guardianes de los umbrales a la entrada de cada nivel ascensional que él debe recorrer.
Ante la mirada de los demás, el eremita podría tener un rostro de luz, si al menos encontrara a alguien susceptible de distinguir su irradiación. Para los demás, parece como alguien original viviendo en la marginalidad. Los hombres no aceptan que se pueda pasar sin ellos. Aquel a quien lo Absoluto basta no es más que un loco. Los «locos de Cristo» de la vieja Rusia eran más o menos rechazados por aquellos que juzgaban su modo de vida extravagante.
La dimensión nocturna se sitúa dentro. Ella puede parecer extraña e incluso inexplicable. Un texto de Angelus Silesius aclara una situación así:
La luz no es Dios mismo.
La luz es el vestido del Señor.
El movimiento dinámico desencadenado por la soledad silenciosa sobrepasa «el vestido del Señor». Louis de Blois describe de una manera evocadora una profundidad así: «En la unión secreta –dirá– el alma amante se va y escapa de ella misma, y se sumerge como si estuviera aniquilada, en el abismo del amor eterno, en el que ella está muerta a si misma y vive para Dios, sin saber nada, sin sentir nada más que el amor que ella degusta; ya que ella se pierde en el inmenso desierto y la tiniebla de la Deidad»
Por supuesto es de esta tiniebla de la que se trata. Tiniebla sugerida por numerosos autores, en particular por Dionisio el Místico. Y es en esta tiniebla que la soledad silenciosa se establece.