sábado, 16 de mayo de 2009

LA VIA DEL DESIERTO Marie-Madeleine Davy ( III )


Con el salmista, el amante de la soledad puede exclamar: «Huiré a lo lejos, me albergaré en el desierto» (Sal. 54,8). Dejar su morada a la manera de Abraham sin saber lo que se va a descubrir, partir fuera, a la aventura, hollando tierras desnudas, o también partir hacia adentro, al lugar secreto donde "verdea" lo divino. La soledad en tanto que acercamiento a una "terra incognita" se manifiesta siempre reveladora.

En la partida la angustia, incluso el terror. ¿No es el desierto un mar de arena o de piedra, testimoniando una intolerable desnudez?. "Tierra árida y barrancosa, tierra de sequía y de tinieblas, tierra que ningún hombre recorre, en la que ningún hombre se instala", dirá el profeta Jeremías (2,6). La soledad aleja las diversiones, pero no las destruye. El combate cuerpo a cuerpo comienza tras el desapegamiento del mundo exterior. La mente se aligera lentamente, mientras que el ego comienza a fundirse progresivamente gracias al calor del sol interior. Los comerciantes del templo, constituidos por los pensamientos inútiles, intentan ejercer su comercio. Las ilusiones abundan. Y las potencias de las tinieblas acosan al solitario. Estas le abandonarán cuando haya renunciado a si mismo, a sus sentidos exteriores, a todas sus pasiones y sus deseos, cuando haya comprendido que debe evadirse con el fin de dejar libre espacio a lo divino que no podría cohabitar con una criatura. Lo creado y lo increado no pueden emparejarse. Es por eso que el desierto y la soledad que le acompaña se presentan a la manera de una zambullida en el vacío, de una experiencia de vastedad que provoca un gemido: "Desde el fondo del abismo, he gritado hacia ti" (Sal. 130, 1). Y el abismo del fondo del hombre clama hacia el abismo divino: abyssus abyssum invocat (Sal. 42,8). Ciertos traductores harán alusión a chorros, a cataratas. Para que el Eterno devenga una "roca", un pasaje por lo torrentoso se comprueba como necesario. La vuelta a la fuente no puede efectuarse sin paso por el tumulto de los remolinos.