lunes, 18 de mayo de 2009

LA VIA DEL DESIERTO Marie-Madeleine Davy ( IV )


Osar descender al desierto interior, o también tener la audacia de iniciar la ascensión de la montaña de adentro. Estos movimientos que podrían parecer opuestos son idénticos. En el desierto, la teología especulativa encuentra la plenitud de su ejercicio. Todo deviene espejo (especulum), reflejo, eco, evocación del recuerdo del Eterno presente de una presencia, vivenciada como ausente porque ella no es necesariamente sentida. El solitario mezcla su voz al canto de la naturaleza, a los ritmos de las estaciones, a la explosión de la primavera y a la desnudez del invierno. Como no evocar aquí la oración del heliotropo de la que habla Proclo en el arte hierático de los Griegos. Esta oración se dirige al sol al que ella sigue en su movimiento orientándose hacia el. El sol terrestre simboliza el sol divino.

Ciertamente, el hombre del desierto no encuentra ninguna vegetación en una tierra privada de todo ornamento. Sin embargo se descubre portador en si mismo del universo, ¿no es él un microcosmos conteniendo al macrocosmos?. Hildegard von Bingen ha sabido magnificar un contenido tal. Es en el interior donde se manifiesta la inmensidad de lo creado y su belleza.

Además, la teología especulativa se adhiere al termino specula cuya significación hace referencia a un lugar elevado de observación, a una montaña, el Sinaí, el Horeb, el Thabor. El monte secreto del interior coincide con una elevación, un cambio de nivel que comporta una distancia con respecto al valle, allí donde la multitud se apretuja. Ezequiel dirá: "montañas, escuchad" (33,28). El Eterno se sitúa simbólicamente sobre la montaña santa (Sal. 3,5: 19,1; 48,2, etc.). "Las montañas lanzan gritos de alegría" (Sal. 98,8), esas son sus plegarias, su acción de gracias. Ellas se estremecen de alegría (Isaias 55, 12), porque ellas devienen otros tantos caminos (Isaias 49,11).