viernes, 15 de octubre de 2010

SÍMBOLOS, los signos de la tierra transfigurada - Marie-Madeleine Davy (XXIII)


Ya hemos visto, a propósito del símbolo del amor conyugal, la necesidad de rebasar la humanidad de Cristo con el fin de llegar a su divinidad. La experiencia de Dios es una experiencia espiritual, y si no rebasara ciertos límites no sería una experiencia de lo divino. Retomando el texto de Gilberto de Holanda podemos decir que la gracia se ofrece justamente con la llamada: «Ábreme». Aceptarla es «abrir», es decir, reconocer el signo de la presencia y dejarse invadir por tal presencia. Ese «gota a gota de rocío» de que habla nuestro autor, más allá de aquel símbolo de lo que representa en tanto que rocío, significa que el ser, debido a su imperfección, no puede recibir la plenitud de la divinidad. Por ello el alma debe desplegarse, soltarse de algún modo y volverse más amplia, como un jarrón cuyas paredes pudieran dilatarse según su contenido. En experiencias como ésta, el alma no es pasiva en absoluto. Al «Ábreme» de Gilberto de Holanda corresponde el «tu rostro es lo que busco (faciem tuam requiro), muéstramelo (doce me), de Guillermo de San Thierry. Si la experiencia espiritual es primero un diálogo, se acaba en el silencio. En esta experiencia, no es el revestimiento del misterio lo que se presenta, y de alguna manera lo vela, como una corteza: la almendra se ofrece, el interior del fruto se revela. Así, San Bernardo en uno de sus sermones, De diversis (XVI, 7), hace alusión a Dios, que sacia a los santos con la flor del trigo y no con la envoltura de los misterios: ubi adipe frumenti, non cortice sacramenti satiabit nos Deus: luego vuelve varia veces sobre el tema de la envoltura del misterio y de la flor del trigo refiriéndose a la fe y a la visión cara a cara. Hay que pasar por la envoltura para alcanzar el grano de trigo y saciarse con él, la corteza hecha de paja no constituye alimento para el hombre espiritual. Sólo el hombre carnal, comparado por San Bernardo a una bestia de carga, puede contentarse con ello.

jueves, 7 de octubre de 2010

SÍMBOLOS, los signos de la tierra transfigurada - Marie-Madeleine Davy (XXII)



EXPERIENCIA ESPIRITUAL E INICIACIÓN A TRAVÉS DE LOS SÍMBOLOS

El término iniciático es de uso delicado cuando se trata de la simbólica cristiana, ya que evoca un sentido de segregación, de una minoría de elegidos, escogidos que se separan de la masa profana. Ya tuvimos ocasión para decirlo, y es además cosa bien sabida, que el cristianismo se dirige a la totalidad de los hombres; la iniciación cristiana es en sí accesible a cada uno. Mas si no existen las castas desde el punto de vista social, la selección se produce en el terreno de la calidad del alma o más exactamente consiste en la presencia o en la ausencia de la experiencia espiritual. Ésta resulta de un doble movimiento, pues es gracia y aceptación de esa gracia. La experiencia espiritual es comparable a una iniciación. Puramente interna, enteramente espiritual, puede ser suscitada por elementos externos; en este caso siempre hay un movimiento que va del exterior al interior, siendo el guru en este caso aquel «maestro interior» del que hablaba San Agustín.

Un texto de Gilberto de Holanda ilustra bien nuestra idea. En su comentario al XLIII Sermón sobre el Cantar de los Cantares, éste presta al Esposo (Cristo) dirigiéndole a la Esposa (el alma), una invitación apremiante: «Ábreme (aperi mihi), que yo estoy ya en ti mismo, pero ábreme aún así para que pueda estar en ti con plenitud mayor. Ábreme para que cumpla en ti una nueva entrada. He de darte el rocío de un nuevo impulso de amor... haré caer gota a gota sobre ti los secretos de mi divinidad».