viernes, 14 de noviembre de 2008
HISTORIA DE UNA PEREGRINACIÓN.P. Fr. Alberto Enrique Justo O.P." Entrar al Alma " ( 5 )
Etapas del desprendimiento. El razonamiento reducido a sí mismo es estéril y vano. Constituir como techo y bóveda lo que llamaríamos el orden psíquico o de la razón es procurar asfixia y muerte. El resultado está a la vista. La era presente no es otra cosa, con su deslumbrante esplendor técnico, que la última consecuencia de semejante pretensión.
El hombre está perdido, desorientado, perplejo; sin rutas, sin otra alternativa que introducirse en una máquina prefabricada, cuyo control escapa totalmente a sus posibilidades. Y con ello ha renunciado a tomar distancia entre lo que hace y lo que es. No puede elegir con facilidad, le está vedado rechazar. Un inmenso y demoledor alud le cae encima: es decir, lo que está hecho y consumado, lo que, sin distinción debe aceptar.
La corriente general se ha vuelto omnipotente hasta tal punto que la persona no se da cuenta de su inserción en ella. En efecto, el hombre contemporáneo se halla envuelto, formando parte él mismo del alud que lo aplasta.
El gusanillo de la soberbia adopta diversos rostros, algunos de los cuales son más que sorpresivos. Son máscaras que disfrazan y simulan. Los que las llevan, por lo general, no las advierten.
El enemigo del linaje humano es un habilísimo fabricante de estas máscaras, que vende y distribuye a bajo precio. En no pocas ocasiones, so color de virtud, el hombre las compra. En otras, sobre todo, cuando tiene miedo.
El miedo es el gran instrumento del enemigo. Su poder y extensión son aplastantes. Es imposible reconocer nuestro tiempo (como cualquier otro) o la situación de cada persona, sin tener en debida cuenta la acción de ese falaz instrumento.
El miedo aísla hasta el punto de conducir a la razón humana a justificar las peores deserciones. Suscita conflictos entre hermanos, reivindicaciones falaces entre próximos... y enlaza, por fin, con el resentimiento, trabando el respiro. Es, el miedo, fatídico instrumento, enemigo directo de la libertad.
Otro instrumento del antiguo adversario y tentador es la sospecha. Nada más terrible que el hombre sumergido en la duda que corroe las entrañas. Típica tentación, demonio voraz, que castiga implacablemente a unos y a otros y que a ninguno deja en paz.
Ahora bien, el hombre, hoy, es en gran parte inconsciente de la existencia de estos instrumentos, así como ignora a quien se sirve admirablemente de ellos.
El afán de lo mucho, de la cantidad, aparece en el horizonte de este mundo. Todos se levantan a rendirle pleitesía y se apresuran a militar bajo sus banderas.
Inmensa es la multitud que pide más. ¿De qué? De todo. Y, sobre todo, de un poder anónimo, despojado de perfiles ciertos y celado por mil furiosas máscaras.
El enemigo y la tentación de la cantidad tienen proyecciones colosales en este mundo, hoy. Inclinado el hombre a medirlo todo, ya desde ayer y por su pecado, difícilmente pasa por la prueba sin caer alguna vez, sin rendir algún tributo.
Obsesión singular de contar. Pasión de contar y de poseer de mil maneras. Inquietud movediza, que no deja respiro. Inquietud por anotar otro palote más. Furia incontenible por pasar primero, esto es: por dejar a otros atrás.
El nombre es legión. Multitud inacabable de maneras y de razones. Infinidad de máscaras, fraccionadas a placer del tentador.
Allí están mujeres y varones, formando fila obediente para obtener un certificado. -¿De qué? De la cantidad de cosas, de obras, de propiedades, de caminos, de años, de segundos, de nervios, de planteos, de problemas...
¡El hombre está indefenso! No ha querido atender a su vida, a su origen, a su destino. Ha caído víctima de no se qué máquina, de lo que no existe, del espejismo, del vacío. Pretendió hallarse, tal vez, en una pantalla y ésta, como fatídico espejo, le devolvió la máscara de un cadáver. Así, en nombre de mayorías anónimas e inciertas, fantasmagóricas, se condena, con frecuencia, a la libertad.
Al hombre contemporáneo no le agrada aparecer como "dormido". Tal vez no le importe mucho serlo, en realidad. Pero no tolera que se lo tenga como tal, que los otros lo consideren fuera del ámbito del mundo que pisamos.
El que es juzgado como "distraído" no goza de ningún favor. Tampoco agrada ni obtiene consenso el que decide callarse la boca. En general gozan del favor del público aquellos que ejecutan lo que el mismo público quiere o aplaude; aquellos que ejecutan puntualmente ciertos actos establecidos. Es verdad que no se sabe por quién. Es verdad que nadie se interroga por el autor o por el sentido de gestos y gesticulaciones... no importa, es lo establecido, es lo que todos hacen...
Pero... ¿quienes son "todos"? Son, desde luego, los más... ¿de qué? ¿De un cierto grupo? ¿de un determinado ambiente? ¿de una región? ¿de este país o de aquel otro? ¿De todo el mundo? Pero ¿de qué mundo? ¿de este año o del pasado? ¿Y cómo saber exactamente quiénes y en qué cosa estos son más que otros?
Preguntas vanas, sin duda, pero que un curioso, quizá algo disconforme, tiene derecho a formular...
Lo que todos hacen... Eso no es, necesariamente, lo que, en realidad, pretenden... Sí, aquellos mismos, que se dicen todos y que, frecuentemente, carecen de nombre y de rostro; ellos no saben lo que quieren. Precisamente porque ¡sólo quieren lo quieren todos! Y ¿qué quieren todos? Nadie lo sabe y nadie puede saberlo.
Generalmente quien dice querer algo y asegura que eso lo que buscan "todos", sólo ensaya, con timidez, lograr lo que él pretende y no acierta a obtener por si mismo. Necesita, pues, la seguridad ilusoria de la multitud.
No existe voluntad en la multitud. ¿Qué es lo que quieren los más? Pero ¿quiénes son los más y en qué resultan ser más y cuál es su medida? Y si se pretende hablar de todos nos topamos con la misma imposibilidad de determinar cantidades. En el fondo siempre prevalece una suerte de cálculo arbitrario, un límite o una medida pergeñada con capricho.
No nos interesan estos valores en la vida espiritual,. No podemos, en modo alguno, quedar atrapados en el callejón sin salida de los cálculos del poder. Tampoco las pretensiones de este mundo nos sirven... tal vez la misma lógica de quienes están empeñados en él acabe por deshacer sus propias aspiraciones. Lo que es, por otra parte, muy frecuente.
Es imposible, pues, determinar quiénes son todos o quiénes tienen el especial privilegio de representarlos.
Lo que sí, en cambio, interesa es que hay un sólo Redentor y no muchos; que sólo Uno ha ocupado, con eficacia, el lugar de todos, y que eso sólo puede hacerlo Dios.
Multitudes las hay de todo tipo y color. pequeñas o grandes, con muchos o pocos miembros. Algunos adhieren desde lejos, otros se hallan más cerca, y los demás tratan de sumarse en apretado bloque, según la densidad o el volumen de sus cuerpos.
De muchas maneras se manifiesta el hombre-multitud. Y conste que se resta importancia al número, o al supuesto clamor de las reuniones... El hombre-multitud parece existir según la intensidad de su furia borreguil.
Es evidente que semejantes observaciones no favorecen, al menos aparentemente, la paz.
La desolación y la torpeza se revelan en un extenso panorama y el observador queda apesadumbrado por semejantes constataciones. Se sabe víctima, él también, sin muchas posibilidades de defensa. No logra, generalmente, ver al enemigo. Intuye y sabe que éste le castiga de muchas maneras. padece manifestaciones, signos elocuentes, del asedio que lo amenaza. Pero no distingue al autor de tanto descalabro.
El observador se descubre postergado, marginado, desposeído. Terriblemente dependiente e impotente.
Esta dependencia, no debidamente discernida, es fuente de confusiones y de serios desvíos, de daño en la salud y de desorganización interior.
Así, pues, se presenta lo que podríamos llamar la Información, imposición severa de un mundo que pretende disponer, a su arbitrio, de la palabra y del lenguaje. Semejante y angosta determinación es recibida sin respiro. A nadie se le ocurre tomar o ganar distancias. Sólo cabe aceptar lo que se transmite en palabras y contenidos.
La invasión de todos estos elementos se opera con tal rapidez y asalta de tal modo la conciencia que el sujeto no descubre espacios entre ellos y su propia realidad.
Caos, tiniebla e imposición. Descúbrese, el hombre, miembro de un mundo que no ha creado. Se sabe formado y dependiente, fatalmente determinado.
La fatalidad que experimenta le impide un movimiento de respiro. Le es muy difícil aceptar que en el propio ambiente, en el cual se encuentra, puede hallar aperturas o sendas de salvación.
Esta situación de asfixia es constatable en todos los niveles y en todos los lugares de una sociedad agobiada y esclava de la información y del dato. En efecto, en esto consiste la terrible malla que cierra el horizonte, que se erige en totalizante y totalizadora y pretende abarcar, despóticamente, todos los campos de la vida humana.
La información depende, desde luego, de otras instancias, pero todas ellas parecen aunarse para producir una resultante, a saber, la limitación del horizonte humano a una cierta medida aceptada y aceptable. Lo demás es rareza o locura. El resto es exilio y es considerado excluido del mundo y de la sociedad de los hombres.
Hay quienes, en semejante cuadro, pretenden incluir el Evangelio. Tamizado, desde luego, por el buen sentido, por una especie de religiosidad inocua y, sobre todo, razonable.
Nadie puede salirse de estos cánones, de lo establecido, de lo que tiene consenso. Todo el que, inoportunamente, vaya más allá, encontrará condenación o indiferencia y la consiguiente pena del destierro.
Por todo ello el hombre se ve sometido a una terrible tentación: apegarse, adherir a este mundo... Por todos lados, por todas partes, oye el elogio y las ponderaciones de sucesos, tiempos y lugares, de los que no puede estar ausente, so pena de una grave, muy grave deserción y falta.
Todos, buenos y malos, hablan de introducirse por los caminos y laberintos del siglo, participar confiadamente en su magnífico progreso, adoptar su lenguaje y, sobre todo, sus métodos y sus técnicas.
Al observador se le enciende el ansia de no quedar rezagado ni atrasado en semejante avance. Es lo que le da más miedo. Ya se avergüenza al juzgarse un poco detrás; de que tantos, y a tal velocidad, le aventajen en el camino. Hay demasiados delante. Y no vuelven la cabeza, no miran hacia lo que dejaron, sólo tienden a alcanzar no se sabe qué cosa que se halla siempre delante... Al menos así parece.
Ahora es víctima de una feroz competición. Se compara, se mira en el espejo, envidia, recela y, por fin, impotente de salir de sus situación, acaba por resentirse, alimentando una herida muy difícil de cerrar.
Pero ¡ay de los rebeldes! Pagará muy caro quien no acepte las reglas de juego establecidas... ¿Muy caro? Bueno, perderá un nombre y los títulos y quedará desterrado.
En efecto, el que no se suma al coro y al aplauso se establece en un horizonte de locura, de rareza. Se excluye del mundo. En realidad abraza, de alguna manera, el estado eremítico.
¿Qué es esto? Pues, simplemente, que la SOLEDAD no es territorial sino que se halla en esta marginación, fuera del consenso y de la seducción del mundo aceptado y aceptable; fuera del ámbito cerrado de la información y, sobre todo, fuera del lenguaje impuesto en la multitud.
A pesar de las distracciones, el contemplativo, para ser fiel a su vocación, ha de saber que es absorbido y que vive, no en la periferia sino en el centro del alma. Aun cuando no tenga conciencia actual de ello, estará más en su corazón que en sus actividades. Entendamos, sepa, quiera y acepte.
Pero la enumeración de los problemas y de las contrariedades no debe ocultar lo que acontece de todas maneras, aunque tantas y tales amenazas puedan efectivamente acechar.
¿Es posible cumplir con dos actividades o hallarse en dos estados a la vez? Este planeamiento no es correcto. Naturalmente, cuando se trata de funciones y de funciones especializadas, desde luego superficiales, éstas se excluyen entre sí.
Aquí hablamos, en cambio, de un estado habitual, de una especie de estado de adhesión o unión, que puede ser compatible con actividades de orden inferior... Desde ya, cuando son buenas y ordenadas. Hablamos de una Gracia que se recibe por encima de cualquier circunstancia y que depende de la liberalidad y misericordia de Dios.
Luego porque la persona es absorbida y levantada. Y ya no pierde su condición, a no ser que ella misma la rechace.
Ahora bien, frente al choque o al encuentro difícil del contemplativo con las manifestaciones antes apuntadas, puede afirmarse que de ningún modo resultan un impedimento para su vocación. Por el contrario, hemos visto que aparece un modo muy especial de exilio y de soledad, que ha de aceptar con disponibilidad en el corazón.
Como tantas situaciones juzgadas adversas, éstas acaban por manifestar un secreto que es su misma superación. De todos modos, las crisis o desapariciones de no pocas ayudas, servirán -siempre-para centrarse directamente en lo esencial.