lunes, 17 de noviembre de 2008

HISTORIA DE UNA PEREGRINACIÓN P. Fr. Alberto Enrique Justo O.P... Final...


Vemos que la Fuga Mundi es necesaria. Es el primer paso de toda vida contemplativa y esta aversión del mundo es hoy urgente. Pero si observamos la realidad más de cerca comprobaremos que el mismo mundo es el que expulsa a los que no comulgan con él. En efecto, es el mundo el que está en fuga, hundido en su propio rechazo.

El contemplativo persigue la raíz y el secreto profundo, el tesoro que encierran las cosas. No elude las asperezas del camino que lleva hasta el final. No se detiene en las etapas intermedias. No le satisfacen las medias explicaciones o las medias tintas. Prefiere siempre el silencio que le habla más de lo esencial. Pero tampoco al silencio por sí mismo. No lo hace por amor al silencio -decía un Cartujo- sino por el silencio del Amor.

El contemplativo sabe que la apariencia de este mundo pasa. Y tiene apuro por alcanzar el Fin. Pero, al mismo tiempo, bendice el lugar y el tiempo donde el Señor ha querido encontrarlo. Sabe que los grandes tesoros no se hallan lejos sino demasiado cerca. Que derribando los muros más próximos se encontrará ciertamente con lo que tantos pretenden hallar a mucha distancia.

Por otra parte, el Señor no cesa de purificar los caminos para evitar engaños o errores. Sólo Dios basta. Pero el hombre puede engañarse, deteniéndose en alguno de los medios.

Remedio oportuno es, siempre, la propia debilidad. Sí, esa debilidad que tanto avergüenza. ¿La presentamos también al Señor? ¿O, con mucha frecuencia, la escondemos en no se qué pliegues, para que no nos moleste? Entonces es peor. Porque habiendo entrado en el universo del Amor nuestras acciones deben ser de total abandono y confianza. Dejemos al Señor ayudarnos, sin rubor alguno. Dejemos a Dios ser Dios. No hay, en consecuencia, impedimentos y no valen las excusas. Sabemos que nada ni nadie puede apartarnos del Amor de Dios, de Dios mismo.

Superados los escollos, deshechos los argumentos que se quieran esgrimir, levantado el ánimo por una vocación auténtica, el camino queda abierto.

El contemplativo recibe, como primicia y regalo, la permanente invitación del Padre a pasar más adentro. Más adentro, quiere decir: más en su Hijo, más hijo en el Hijo, más adentro en su hermosura, como decía San Juan de la Cruz.

Descubre entonces el cristiano cuál es la intimidad a la que ha sido llamado. Porque no ha de imaginarla, ni esquematizarla, proyectarla o programarla. Ha de descubrirla, siempre nueva, en los pasos y en las visitas que el Señor le regale. Ya no hay distancias. Toda la complicada armazón se derrumba. No es necesaria.

Más de una vez soportará, con coraje y confianza, el asalto de la tentación de trazar su propia senda, de quedarse con algún ídolo, sucumbir al espejismo... Será preciso, en ocasiones tales, no desmayar y seguir con abandono.

Más adentro en el Corazón de Dios. Donde no hay ni dentro ni fuera. Donde todo es en todas partes, porque no existen partes ni fragmentos. Porque Dios se da todo... En el Hijo está escondido el Misterio del Padre.

Peregrino en la Casa del Padre, el contemplativo calla. Ya no sabe dónde está, si en este mundo o fuera de él. Padece de nostalgia y de alegría. Halla debilidad en su fortaleza y fortaleza en su debilidad. Sin lograr un esbozo ni un perfil, adivina la Gloria que lo habita.

Es llevado y abrazado por el Espíritu que penetra su alma como el fuego en el madero. No puede decir mucho o, mejor, debe callar todo. El silencio es, ahora, una realidad, quizá imposible de explicar. Nada tiene que ver con las posturas anteriores. El silencio olvida al silencio, como el desierto no sabe que es el desierto. La soledad adquiere una dimensión inefable cuando el contemplativo se sabe, por Gracia, a solas con el Solo, con el Único.

Se manifiesta el sentido del alma, su orientación, su destino. El alma se abre en la hondura del Misterio y no sabe otra cosa; porque ella es o existe para el Misterio... El alma se conoce y se reconoce en la Pura transparencia de la Mirada de Dios.

Ahora bien, todo esto es posible por la disponibilidad o la dichosa capacidad del hombre, desde las condiciones de su cuerpo -su primer templo- hasta la cima de su alma. Hay aquí una continuidad armoniosa. Veamos una de sus notas.

El hombre es frágil. Es condición suya padecer, desde la acción de Dios, desde su creación, salvación y deificación, hasta sufrir el dolor y la desdicha... Nadie puede amar verdaderamente si no es alcanzado, si el dardo no penetra hasta el fondo y llega a destino en el corazón. El Señor reveló el Amor del Padre haciéndose vulnerable... Recibir un DON. ¡Si conocieras el don de Dios y Quien es el que te dice: dame de beber! (Jn. 4, 10). Y éste no consiste en aprehender ni en asir cosa alguna que se regale desde fuera, sino en padecer o compadecer. Y así nos cuenta Dionisio de su maestro Hieroteo que no tanto aprendía cuanto padecía lo divino.

Lo más propio y personal, lo más íntimo, es aquello que el Señor dona... Una piedrecita blanca con un nombre nuevo que sólo conoce el que lo recibe (Apoc. 2, 17). El alma es, sobre todo, templo y morada de Dios. ¿Cómo soslayar o postergar el lugar que el Señor se ha construido para estar con el hombre hoy mismo?

El alma es el cielo anticipado y el contemplativo descubre, en su abismo, el Misterio escondido desde todos los siglos...

En el alma nace el Señor.


El exilio al cual nos hemos referido, es sentimiento o experiencia fundamental de la realidad. Dios siembra en el contemplativo un ardiente deseo de unión inefable, que no puede explicarse aquí ni en ninguna otra parte.

Esta suerte de nostalgia y de tensión es mayor durante las horas de la prueba. No se sabe muy bien qué es lo que ocurre; no se acierta con el dolor que se sufre. El hombre está azorado por tantas sorpresas y por todo lo que ignora.

Surge, despacio, una luz nueva. Vuélvese a la Aurora, que no es la misma de ayer. Es un Nacimiento, es el alma fecunda en la obra de Dios. Es una arrebato aun mayor, porque más y más se enciende la lumbre. El alma, todo hombre, aspira. Aspira y engendra en su corazón. Engendra y es engendrado. Tecum principatus in die virtutis tuae, in splendoribus sanctis, ex utero ante luciferum genui te... (Ps. 110 -109-, 3). Dominus dixit ad me: Filius meus es tu; ego hodie genui te... (Ps. 2, 7).

La Deidad está velada pero es omnipresente. Está en el Centro, es el Centro, en el Corazón. No fuera tal si se confundiera con sus propias huellas. Pero su Presencia es íntima al corazón que se deja encontrar y que todo lo deja. Presencia que transfigura y transforma, y da la abundancia de su Amor.

Anudado en adamación inefable, ha convertido dos en uno. En dos que son más uno que dos. ¿Qué valen o qué dicen los números? Callen los curiosos y se desplegará la densidad del silencio. A imagen y en el Seno de la Trinidad Santísima.