sábado, 6 de diciembre de 2008
Continuación de la Caballeria Medieval (Del Santo Grial a Don Quijote de la Mancha )
TUCUMÁN 2006
PRESENTACIÓN
El tema de la Caballería medieval no sólo despierta el interés de los historiadores sino que presenta al hombre de todos los tiempos una imagen y un modelo de las más elevadas virtudes.
Aún cuando la perfecta realización de los ideales no sea siempre posible en este mundo, merece atención la figura y la concepción antropológica, tal como fuera diseñada y comprendida por una copiosa literatura desde la Edad Media hasta hoy.
Y ampliando el horizonte, tal como nuestra curiosidad lo pretende, podremos entrever lazos y parentescos singulares entre el ideal cristiano del caballero en el siglo XII, el “hombre noble” del Maestro Eckhart y los perfiles de don Quijote de la Mancha, de Parsival y de otros héroes.
Según el Diccionario de los Símbolos, “la idea del caballero, aparte incluso de su historia, es un elemento de la cultura universal y un tipo superior de humanidad. Aunque no corresponda a realidades existentes en las instituciones, expresa sin embargo, en forma de símbolos, un cierto número de valores.”
“El ideal de la caballería se resumía en un acuerdo de lealtad absoluta para con las creencias y compromisos a los cuales toda la vida se sometía”
Esta lealtad y su perseverancia constituyen el plano primero y esencial de la figura que nos interesa.
Asumimos, pues, la imagen del caballero como un símbolo. Y en este sentido es inagotable. La constancia en la lucha y la fidelidad, a pesar de todo; el rechazo de las conveniencias ante las exigencias del ideal; el desinterés y la generosidad; constituyen un panorama siempre en expansión, dando lugar a virtudes nuevas en la misma dirección y hacia el mismo fin.
Los tiempos requerirán diversas respuestas y a la lucha “exterior” sucederá la dimensión interior de un combate que es propio del hombre en esta tierra. Esta lucha interior manifiesta la permanencia de un “estado” de vida, por llamarlo así, de una vocación que no huye las horas más severas de la historia. Y podrá descubrirse, en esta peculiar milicia, la paradoja del sosiego y de la paz en un empeño de honor que tiene su raíz en la hondura del corazón.
La Caballería medieval trae su origen de muchos elementos y factores, cuya consideración no es de este lugar. La vivencia y el tiempo, el intento y el peso de los valores han unido el ideal con el símbolo que podemos ver como una sola cosa. Ambos han concordado, pues, a través de la vida y de la historia, hechos logrados y hechos “no-logrados”, éxitos y fracasos. Ahora bien, éstos últimos son siempre decisivos, porque el ... fracaso enseña otro modo o abre las puertas a otra manera –quizá más alta- de encarnar un ideal.
En el diseño de tal imagen ha sido central el papel de la literatura, de la poesía y del arte en general. Así, la lectura medieval de Virgilio (a quien con razón llamó Théodor Haecker el “Padre de Occidente”) y de los clásicos de la épica.
La figura del caballero es propia de una concepción de la vida que no ignora la “lucha”, el “combate”, ante la manifestación del mal. Lucha que comporta dos situaciones: una realidad interior, lo propio del corazón, y otra que es el contenido oculto y secreto de las cosas, y que está más allá de las apariencias; en suma, su realidad profunda.
Hablamos de la “lectura espiritual”, esto es: aproximarse al secreto escondido en la letra o bajo la letra, oculto por lo aparente y por el mero sonido exterior de las cosas.
En la Edad Media hallamos esta característica en todos los órdenes. La búsqueda del sentido profundo y espiritual, tanto en la lectura de los hechos y acontecimientos, cuanto en todos los aspectos de la vida. Y no será la menor esta dimensión en la exégesis bíblica, que ha merecido el monumental estudio de Henri de Lubac, “Exégesis Medieval”, obra que requiere suma atención y que ha tenido tantas consecuencias en el estudio de la literatura espiritual.
EL SANTO GRIAL
Tratar la espiritualidad de la Caballería medieval requiere ante todo el conocimiento de las fuentes. Desde el De Laude Novae Militiae de San Bernardo hasta el Libre del Orde de Cavallería del Beato Ramón Llull, pero sin olvidar la copiosa literatura épica que en la Edad Media tuvo un importantísimo lugar, sobre todo en la difusión de un ideal elevado propuesto a toda la sociedad.
El tema del Santo Grial (Graal) es el más rico en símbolos de toda la literatura del siglo XII. Se trata de la copa que el Señor y sus discípulos bebieron en la Última Cena. No hemos de detenernos más que en mencionar la historia y en señalar su carácter simbólico y ejemplar.
En el texto de Cristián de Troyes aparece el fundamento de la maravillosa leyenda. Robert de Boron, en un poema francés llamado Joseph d’Arimathie, relata cómo luego de la Cena y de la traición de Judas, un discípulo llevó con él la copa de la que se sirviera el Salvador. Esta fue confiada a José de Arimatea. Cuando éste, después de la Crucifixión de Cristo, ayudado por Nicodemo, desclavó el Cuerpo de la Cruz, la Sangre brotó de las heridas y él la recogió en esa copa.
Este es el origen de la historia del Santo Grial. Su recuperación, su búsqueda, su hallazgo, serán el propósito, la lucha y los trabajos de muchos, hasta que alguien, que sea digno, por fin lo encuentre.
E. Gilson observa que desde el comienzo de la obra nos encontramos en la vigilia de Pentecostés y la gracia del Espíritu se derramará sobre todos los acontecimientos. Las alusiones a los “rayos del sol” simbolizan las “lenguas de fuego”. El episodio de los caballeros alrededor de la Mesa Redonda está en relación con un texto del Evangelio del Apóstol San Juan (20, 19), donde se narra la aparición del Salvador en medio de sus discípulos deseándoles la paz. En el palacio todas las puertas y las ventanas están cerradas: un anciano aparece llevando a un caballero de la mano. El mismo anciano dice al caballero: -la Paz sea contigo, Pes soit o vos... Gilson concluye que el Grial es la gracia del Espíritu Santo.
En la Leyenda, un caballero llamado Bohort declara al anciano eremita: “El corazón del hombre es el timón de la nave; lo conduce donde le place, al puerto o al naufragio.” Semejante doctrina se halla expuesta en el tratado De Gratia et libero arbitrio de San Bernardo, señalando que la libertad humana tiene delante dos caminos, el consentimiento a la gracia o al demonio.
Es la luz del Espíritu Santo, pues, la que baña toda la leyenda del Santo Grial.
Se discutirá acerca de las fuentes de la leyenda. No es nuestro propósito ocuparnos de ello ahora. Bastan a nuestro intento las palabras de Albert Béguin: “El Graal representa a la vez, y substancialmente, a Cristo muerto por los hombres, el cáliz de la santa cena (es decir la gracia divina concedida por Cristo a sus discípulos), y en fin el cáliz de la misa, que contiene la sangre real el Salvador. La mesa donde reposa el vaso es, pues, según estos tres planos, la piedra del santo sepulcro, la mesa de los doce apóstoles, y por fin el altar donde se celebra el sacrificio cotidiano. Estas tres realidades, la crucifixión, la cena y la eucaristía, son inseparables y la ceremonia del grial es su revelación, al ofrecer en la comunión el conocimiento de la persona de Cristo y la participación en su sacrificio salvífico.”
La búsqueda o demanda del santo Grial exige precisas condiciones de vida interior. Los caballeros empeñados en ella deberán “aventurarse” antes que nada en el propio corazón. Las mismas acciones y obras exteriores pueden no ser favorables a la contemplación y a los caminos de una vida más profunda. La Verdad está ahí, o aquí delante, y no la vemos.
“La busca del graal inaccesible simboliza la aventura espiritual y la exigencia de interioridad, lo único que puede abrir la puerta de la Jerusalén celestial donde resplandece el divino cáliz. La perfección humana se conquista, no a golpe de lanza como un tesoro material, sino por una transformación radical de la mente y del corazón. Hay que ir más lejos que Lanzarote, más lejos que Perceval, para alcanzar la transparencia de Galaad, viva imagen de Jesucristo .
EL “HOMBRE NOBLE”
A principios del siglo XII resuena una palabra brotada del silencio. Es Guigo I, el Cartujo, en una carta al Gran Maestre de los Templarios y en sus Meditaciones, donde diseña los perfiles de una verdadera “caballería espiritual”. En el primer texto señalado hallamos fragmentos como el siguiente: “...No sabemos, en modo alguno, exhortaros a guerras materiales ni a combates visibles; tampoco estamos preparados a inflamaros para las luchas espirituales, en las que nos encontramos cada día, sino que deseamos, al menos, invitaros a reflexionar acerca de ellas. De hecho es vano atacar a los enemigos externos, si no vencemos antes a aquellos que nos amenazan en nuestro interior. Y es demasiado vergonzoso e indigno querer someter a nuestra autoridad cualquier compañía de hombres si antes no hemos sometido a nuestros cuerpos (...). No reine más el pecado en nuestro cuerpo mortal (...); no ofrezcamos nuestros miembros como instrumentos de injusticia al pecado, sino ofrezcámonos nosotros a Dios como vivos que han tornado de entre los muertos y nuestros miembros como instrumentos de justicia para Dios. Y si la carne desea contra el espíritu, el espíritu anhele invencible contra la carne (...) Y porque no estamos en condiciones de llegar con nuestras solas fuerzas, reforcémonos en el Señor y en poder de su virtud, y vistamos la armadura de Dios, para poder resistir las insidias del diablo. ‘De hecho nuestra batalla’ escribe de nuevo el Apóstol ‘no es contra criaturas hechas de carne y de sangre, sino contra los principados y las potestades, contra los dominadores de este mundo de tinieblas, contra los espíritus del mal que habitan en las regiones celestes’ (Ef. 6, 12)...”
“... Estemos pues dispuestos, con la cintura ceñida con la verdad y los pies calzados con la espera del Evangelio de la paz, y llevemos siempre en el brazo el escudo de la fe (...), con la cabeza cubierta con el yelmo de la salvación, llevemos la diestra armada con la espada del espíritu...”
En las célebres Meditationes, del Prior de la Gran Cartuja, leemos este pensamiento: (n.262) “Deja que otros vayan a Jerusalén: en cuanto a ti, camina hacia la humildad y la paciencia. Esto es de hecho salir del mundo, aquello es hundirse en él”
Las palabras del santo monje describen un ideal que halla su fundamento, sin duda, en la virtud. Y en este sentido perdurará la tradición y el lenguaje a través del tiempo, con innumerables Tratados, Espejos y otras muchas expresiones literarias, brindando siempre “ejemplos” de virtud dignos de imitación. El caballero continúa siendo, a través de toda una literatura, un claro modelo social. Y su misión se interioriza con el correr del tiempo y de la historia.
Pero en el siglo XIII la irrupción del “aristotelismo” en las universidades y otros factores gestan una nueva figura que, si bien la juzgamos en cierta relación con la antigua caballería, resulta nueva y de honda significación. Se trata del intelectual. Con ella se diseña otro modelo de “nobleza”. Es la experiencia del pensamiento, la nobleza del sabio y del virtuoso de la que habla Dante y el mismo Maestro Eckhart.
Esta perspectiva, desde luego “interior” surge a partir de una experiencia contemplativa e intelectual...
Nosotros nos detendremos en la figura del “hombre noble”, tal como parece diseñada por el Maestro Eckhart.
Se ha dicho que “la mayor audacia” del pensamiento de Eckhart ha sido “proponer un ideal elevado, un ideal espiritual que se exprese a través de los temas de la justicia, de la humildad, de la bondad, de la rectitud, pero más que nada a través de la nobleza. Así se halla este ideal en el tema de la nobleza del alma humana.”
La filosofía de Eckhart se hace cargo de la doble dimensión humana: la exterior y la interior, el ser-creado y el alma noble. El estilo de vida que él propone ha de permitir la elevación de la naturaleza humana hacia la grandeza y la nobleza de la naturaleza divina.
“Nuestro Señor dice en el Evangelio: ‘Un hombre noble marchó a un país lejano para adquirir un reino y regresó’ (Lc. 19, 20). Nuestro Señor nos enseña con estas palabras lo noble que el hombre ha sido creado en su naturaleza y qué divino es lo que puede llegar a obtener por la gracia, y también cómo el hombre debe llegar hasta allí. En estas palabras también se hace alusión a una gran parte de la Escritura.”
Antes que cualquier determinación o condición, antes que cualquier manifestación, aparece como fundamental esta “nobleza” en el mismo origen, en la fuente... Por tanto será preciso descubrirla, liberarla del peso de las añadiduras que han acabado por ocultarla. Es una invitación a volver a la pureza y virginidad originales, allí en la aurora, donde todo recomienza entre el alma y Dios.
“... hay un hombre exterior y otro hombre interior. Al hombre exterior pertenece todo lo que es inherente al alma, pero envuelto y mezclado con la carne, y que tiene una acción común con cada miembro corporal, como el ojo, la oreja, la lengua, la mano y otros por igual. Y todo esto es lo que la Escritura entiende por hombre viejo, el hombre terrestre, el hombre exterior, el hombre enemigo, un hombre servil.”
“El otro hombre que está en nosotros es el hombre interior; la Escritura lo llama un hombre nuevo, un hombre celeste, un hombre joven, un amigo y un hombre noble. “
El rescate de esta interioridad es conducir a lo más hondo y elevado del alma, donde precisamente radica toda la nobleza de la persona y donde el hijo encuentra al Padre, donde el hombre encuentra a Dios. Este camino tiene, para Eckhart, diversos grados que nos dan la trayectoria que el peregrino ha de recorrer para llegar a destino.
“El primer grado del hombre interior y nuevo, dice san Agustín, es cuando el hombre vive según la imagen de la gente buena y santa, aun cuando todavía se dirige a los aposentos y permanece junto a los muros y se alimenta todavía de leche.
“El segundo grado es cuando (ya) no considera solamente las imágenes exteriores, aun siendo éstas de gente buena, sino que corre y se apresura hacia la enseñanza y el consejo de la sabiduría divina, da la espalda a la humanidad y con la mirada hacia Dios se arrastra hacia el seno de la madre y sonríe al Padre celeste.
“El tercer grado es cuando el hombre se aparta más y más de la madre y cada vez se mantiene más alejado de su seno, se aparta del cuidado, rechaza el fruto, de manera que si pudiera cometer el mal y la injusticia sin que nadie se ofendiera, tampoco encontraría placer en ello, pues está muy unido a Dios en el amor, hasta que él le establezca y le conduzca en la alegría, en la dulzura y en la bienaventuranza, allí donde le es contrario todo lo que no es semejante y extraño a Dios.
“El cuarto grado es cuando crece y se enraíza más y más en el amor y en Dios, de manera que está preparado para recibir cualquier tribulación, tentación, contrariedad, y para sufrir voluntariamente y con placer, con deseo y alegremente.
“El quinto grado es cuando en todas partes vive en paz consigo mismo, reposando tranquilamente en la riqueza y en la plenitud desbordante de la sabiduría suprema e inefable.
“El sexto grado es cuando el hombre ha sido desnudado de su propia imagen y transfigurado por la eternidad divina, y ha conseguido un olvido totalmente perfecto de la vida perecedera y temporal y ha sido raptado y transformado en una imagen divina, al llegar a ser hijo de Dios. Por encima no hay más grados, y allí hay paz eterna y bienaventuranza, pues el objeto último del hombre interior y del hombre nuevo es la vida eterna.”
Este es, pues, el punto de llegada; pero es claro que las etapas señaladas en el texto suponen un constante “movimiento”, una incesante transición que empeña la vida toda. Se trata del “desasimiento”, del “ser separado”. Una suerte de “honor del vacío”, ya que el hombre ha de vaciarse y desprenderse, dejando todo lo que no es Dios. No “añadiendo” cosa a cosa o perfección a perfección, sino despojándose y liberándose de la tierra acumulada que cierra y esconde el pozo de agua viva.
“... el sol brilla sin cesar; pero cuando una nube o la niebla se interponen entre nosotros y el sol, entonces ya no percibimos el resplandor. De la misma manera, cuando el ojo está enfermo en sí mismo y achacoso y tapado, entonces no percibe el resplandor. (...) cuando un maestro hace una imagen de madera o piedra, no introduce la imagen en la madera, sino que corta las astillas que han ocultado y recubierto la imagen; no añade nada a la madera, sino que golpea y esculpe la cobertura y saca la escoria y entonces resplandece lo que estaba oculto debajo. Ése es el tesoro que estaba oculto en el campo, del que habla Nuestro Señor en el Evangelio (Mt. 13, 44).”
Y más adelante: “Es del hombre noble –como de la misma imagen de Dios, Hijo de Dios, la semilla de la naturaleza divina, que jamás es destruida aunque sea cubierta- de quien habla el rey David en el Salterio: ‘Aunque acaezca al hombre todo tipo de vanidad, pena y desolación, no obstante él permanece en la imagen de Dios, y la imagen en él’ . La luz verdadera brilla en la tiniebla, pero no es conocida. (Cfr. Sal 4, 3 ss y Jn. 1, 5).
“No te fijes en que soy oscura –dice el Libro del Amor-: soy bella y bien hecha, pero el sol me ha quemado (Cant. 1, 5). El sol es la luz de este mundo y significa que incluso lo supremo y lo mejor que ha sido creado y hecho cubre y oscurece la imagen de Dios en nosotros.”
“... la imagen, el Hijo de Dios, en el alma. Y esto es lo que dice Nuestro Señor en toda palabra, cuando dice: ‘un hombre noble marchó’, pues el hombre tiene que salir de toda imagen y de sí mismo y alejarse y hacerse extraño a todo, si ciertamente quiere recibir al Hijo y llegar a ser el Hijo en el seno y en el corazón del Padre.”
Estas apretadas citas no nos eximen de la lectura y atenta meditación del Tratado al cual aludimos y de la consideración de otros textos similares. Nos basta ahora subrayar un par de referencias más.
“Todavía hay otra explicación y enseñanza relativa a lo que Nuestro Señor llama un hombre noble: Hay que saber que aquellos que conocen a Dios desnudo, conocen a las criaturas con él; pues el conocimiento es una luz del alma y todos los hombres desean conocer por naturaleza, pues incluso el conocimiento de las cosas malas es bueno. Ahora bien, los maestros dicen: cuando se conoce a la criatura en sí misma –a lo que se llama un conocimiento vespertino- , allí se ven a las criaturas en imágenes algo distintas; pero cuando se conoce a las criaturas en Dios, entonces es y se llama un conocimiento matutino y, en esa perspectiva, se ven las criaturas sin distinciones y desnudas de todas las imágenes y desvestidas de toda semejanza en el uno, que es Dios mismo. También ese es el hombre noble...”
“... el hombre noble recibe, toma y crea todo su ser, vida y bienaventuranza únicamente de Dios, junto a Dios en Dios; no del conocer a Dios, contemplarlo, amarlo o cosas similares. Por eso dice Nuestro Señor, de todo corazón, que la vida eterna es conocer solamente a Dios, como al Dios uno verdadero (Jn 17, 13), y no conocer que se conoce a Dios...”
Esta nobleza es la más alta condición del hombre que se alcanza por el desasimiento. Es un viaje sin compromisos, pues queda claro que es preciso volver incesantemente al punto de partida, es decir recuperar la fuente y la pureza, para no caer en idolatrías o en mediaciones al fin superfluas. La tentación permanente será la de instalarse en este o en aquel punto, o –simplemente- establecerse en este o en aquel lugar, considerándolo definitivo. No ha de ser así. La vocación del hombre noble es ser uno con Dios y esto es propio de la aurora, cuando el Hijo nace, a cada instante, en el corazón.
DON QUIJOTE DE LA MANCHA
“No se comprende aquí ya ni la locura”. Estas palabras nos dice don Miguel de Unamuno al comenzar el capítulo sobre “El sepulcro de don Quijote” en la primera parte de su Vida de don Quijote y Sancho . Y con ellas iniciamos nosotros esta meditación acerca de la figura del hidalgo manchego y su sentido como el “mejor caballero del mundo” como lo calificara Dostoyevsky.
“Si nuestro señor Don Quijote resucitara y volviese a esta su España –añade más adelante Unamuno- andarían buscándole una segunda intención a sus nobles desvaríos. Si uno denuncia un abuso, persigue la injusticia, fustiga la ramplonería, se preguntan los esclavos: ¿Qué irá buscando en eso? ¿A qué aspira? Unas veces creen y dicen que lo hace para que le tapen la boca con oro; otras que es por ruines sentimientos y bajas pasiones de vengativo o envidioso; otras que lo hacen no más sino por meter ruido y que de él se hable, por vanagloria; otras que lo hace por divertirse y pasar el tiempo (...)
“Fíjate y observa. Ante un acto cualquiera de generosidad, de heroísmo, de locura, a todos estos estúpidos bachilleres, curas y barberos de hoy no se les ocurre sino preguntarse: ¿Por qué lo hará? Y en cuanto creen haber descubierto la razón del acto –sea o no la que ellos suponen- se dicen: ¡Bah!, lo ha hecho por esto o por lo otro. En cuanto una cosa tiene razón de ser y ellos la conocen, perdió todo su valor la cosa.”
En efecto, en Don Quijote no hallamos... “segunda intención”. Todo él está ahí, sin doblez. En su figura se han unido la tragedia y la comedia. No hay engaño en él. Y hay tantos que se empecinan en cavar en la miseria para hallar esas razones que suponen y adjudicar a cualquier infeliz la segunda intención que, quizá, no tiene.
Es –sin duda- un ideal de vida, es condición de nobleza verdadera no obrar por “segundas intenciones”. Es cierto que muchas veces caerá vencido o dará en el suelo, como Don Quijote. Pero el espíritu grande y magnánimo corre siempre ese riesgo.
Pierre Emmanuel ha dicho que Cervantes fue el “evangelista” de Don Quijote, pero no “aquel que penetró más profundamente en su espíritu”. Y alude al juicio del “apóstol Pablo del quijotismo, Miguel de Unamuno”. Don Quijote –dice- supera infinitamente a Cervantes, quien escribe la historia al dictado de “otro que la llevaba en sí, un espíritu que permanecía en lo hondo de su alma”
Se da en tantos la opinión “tan difundida como nefasta” según la cual Don Quijote no es más que una criatura de la fantasía. Don Quijote es más real que Cervantes y que Unamuno. “Muchas veces consideramos un escritor como una persona real e histórica porque lo vemos en carne y hueso, y los personajes que son el fruto de su imaginación los juzgamos ficciones de su fantasía, mientras que ocurre todo lo contrario: son estos personajes los que existen en verdad y se sirven de aquel otro que parece ser de carne y hueso, para lograr una figura ante los hombres.” Así Cervantes es “hijo” de Don Quijote, como todo artista, de algún modo, es hijo de su obra.
Porque el artista tiene la misión de rescatar figuras escondidas o manifestar esos secretos y tesoros que no pueden ser conocidos a primera vista. No todos arriban a las honduras del ser. Por eso hay quienes ven y reciben el don de una expresión que, por fin, los supera.
“La pseudo-realidad no es más que un sueño lógico, un sueño de prisioneros –dice Pierre Emmanuel- el solo medio de escapar del miserable mundo que nos encierra, es la fe, que es locura.”
En el capítulo V de la Primera Parte, Cervantes nos cuenta la desgracia de nuestro caballero, luego de la penosa caída en tierra a causa de los mercaderes toledanos que no quisieron confesar la belleza de Dulcinea del Toboso. “Viendo, pues, que en efecto no podía menearse” comenzó una lamentación según el tenor de sus libros hasta que le halló en ese estado un su vecino, labrador, llamado Pedro Alonso. Aún con el riesgo de recurrir a una cita demasiado larga, nos detendremos en las consideraciones de Unamuno ante este acontecimiento:
“Tendido Don Quijote en tierra se acogió a uno de los pasos de sus libros, como a paso de los nuestros nos acogemos en nuestra derrota (...)
“Y acertó a pasar Pedro Alonso, un labrador vecino suyo, que le levantó del suelo, le reconoció, le recogió y le llevó a su casa. Y no se entendieron en el camino, en la plática que hubieron entre ambos, plática de que sin duda tuvo noticias Cervantes por el mismo Pedro Alonso, varón sencillo y de escasas comprendederas. Y en esta plática es cuando Don Quijote pronunció aquella sentencia tan preñada de sustancia, que dice: ‘¡Yo sé quién soy!’
“Sí, él sabe quién es y no lo saben ni pueden saberlo los piadosos Pedros Alonsos. ‘¡Yo sé quién soy!’ –dice el héroe, porque su heroísmo le hace conocerse a sí propio, su fuerza y su desgracia a la vez. Su fuerza, porque como sabe quién es, no tiene porqué temer a nadie, sino a Dios que le hizo ser quien es; y su desgracia, porque sólo él sabe aquí en la tierra, quién es él, y como los demás no lo saben, cuanto él haga o diga se les aparecerá como hecho o dicho por quien no se conoce, por un loco.
“Cosa tan grande como terrible la de tener una misión de que sólo es sabedor el que la tiene y no puede los demás hacerles creer en ella: la de haber oído en las reconditeces del alma la voz silenciosa de Dios (...)
“Grande y terrible cosa el que sea el héroe el único que vea su heroicidad por dentro, en sus entrañas mismas, y que los demás no la vean sino por fuera, en sus extrañas. Es lo que hace que el héroe viva solo en medio de los hombres y que esta su soledad le sirva de una compañía confortadora (...) No basta exclamar ‘¡yo sé quién soy!’, sino es menester saberlo, y pronto se ve el engaño del que lo dice y no lo sabe y acaso ni lo cree. Y si lo dice y lo cree, soportará resignadamente la adversidad de los prójimos que le juzgan con la ley general, y no con Dios.
(...) “Don Quijote discurría con la voluntad, ya al decir ‘¡yo sé quién soy’!, no dijo sino ‘¡yo sé quién quiero ser!’ Y es el quicio de la vida humana toda: saber el hombre lo que quiere ser. Te debe importar poco lo que eres; lo cardinal para ti es lo que quieras ser. El ser que eres no es más que un ser caduco y perecedero, que come de la tierra y al que la tierra se lo comerá un día; el que quieres ser es tu idea en Dios (...)
“Sólo el héroe puede decir ‘¡yo sé quién soy!’, porque para él ser es querer ser; el héroe sabe quién es, quién quiere ser, y sólo él y Dios lo saben (...) .”
No hemos de seguir toda la historia de don Quijote, ni siquiera detenernos en los pasos más importantes. Solamente hemos de encarar lo que nos parece de hondo significado y que interesa particularmente a esa imagen de la caballería y del hombre noble, que hemos apuntado más arriba.
En realidad todas las apariencias nos llevan a juzgar su figura no sólo como la de un loco, sino como la de un “fracasado”. Y es éste –quizá- un verdadero timbre de gloria. En efecto, don Quijote regresa, o bien prisionero o vencido a su casa. Don Quijote decide, luego, convertirse en pastor. Pero, sin embargo, su escudero y discípulo (y esto merecería una larga meditación) conserva en él su fe... Y es que el “fracaso” puede ser recibido como lo contrario, precisamente como el cumplimiento de una misión que escapa al juicio y a la lógica común.
Don Quijote, desde luego, ha fracasado. Perdió la lectura de sus libros; chocó contra la incomprensión general y padeció todo género de burlas. Pero eso significa esto otro: Don Quijote debió desprenderse y renunciar a todo: a su caballería andante, a su fama, y hasta su misma locura...porque murió cuerdo. Hubo de “abandonar el abandono”, como decía el P. De Caussade. Y en esta renuncia estriba su condición más noble. El verdadero caballero, en cierto sentido, acaba por entregar todo. “Cuanto más se es, más hay que estar dispuesto a dejar de ser”, rezaba un viejo proverbio español. Es el “hombre noble” del Maestro Eckhart que para alcanzar la cima del alma debe dejarlo todo, es decir: desasirse. No en una esfera puramente moral, sino en la misma vida, “en el ser”, diré, para que se manifieste Dios. De tal modo que el verdadero secreto de las cosas aparece cuando nos dicen “adiós”. Entonces la posesión es diferente y verdadera: cuando todo se tiene en Dios.
Don Quijote (II p. Cap. 74) después de haber “dormido de un tirón” exclamó: “¡Bendito sea el poderoso Dios, que tanto bien me ha hecho! En fin sus misericordias no tienen límite, ni las abrevian ni impiden los pecados de los hombres”... Y la sobrina desconcertada (como siempre, los más cercanos son los que ven menos), preguntó: “¿Qué misericordias son éstas, o qué pecados de los hombres? –Las misericordias –respondió don Quijote- sobrina, son las que en este instante ha usado Dios conmigo, a quien, como dije, no las impiden mis pecados”.
Ante la muerte, el hidalgo, se abandona a Dios y descubre, después de haber dejado todo, la grandeza inefable de su misericordia. Y esto comporta, en efecto, conocer a Dios.
Alberto E. Justo
(caminohacialaaurora.com.ar)