miércoles, 22 de julio de 2009
LOS ALIMENTOS DEL HOMBRE INTERIOR - MARIE MADELEINE DAVY ( II )
La inteligencia del texto sagrado no tiene que ver con una formación intelectual, depende únicamente de la calidad de apertura del corazón. Esta pertenece a la estructura del hombre interior; puede estar coagulada o ser fluida, es decir, puede estar bloqueada o privada de nudos en la medida en que la espontaneidad interior se ha conservado o se ha reconquistado. Según Proclo –y esa misma idea se encontrará también en el cristianismo– la atracción sentida por lo espiritual se inscribe en el alma; así, «rezar» es «liberar una oración interior». Cuando Agustín escribe: «no me buscarías si no me hubieres encontrado ya», esta frase posee idéntico sentido. La conversión obrada bajo el choque que producen las palabras que llegan al corazón es consecutiva a una orientación anterior cuya eficiencia podía ignorarse anteriormente: todo procede de la moción divina; precede a la diversidad de sus manifestaciones.
Esta manifestación corresponde a una espontaneidad. No es con un esfuerzo con lo que el hombre interior se abre a los signos y el texto sagrado lo libera. El hombre interior se encuentra atento a ellos por su propia estructura; la amplifica en la medida en que da interiormente su consentimiento a su verdadera naturaleza espiritual, el texto sagrado permite, pues, unirse de nuevo, y por ello mismo responder, al movimiento inicial que se sitúa en la interioridad; puede haber estado bloqueado, pero la Escritura licúa ese bloqueo, en la misma medida en que libera una energía latente que esperaba poder manifestarse. «La forma final de la oración –escribe Proclo– es la unidad que establece al uno del alma en el propio uno de los dioses...» permanecemos en la luz divina y estamos envueltos en su ciclo. Esa es la cúspide de la oración verdadera, alcanzar de nuevo por la conversión la manencia inicial, reintegrar en uno lo que procede del uno de los dioses, recoger la luz que hay en nosotros en la luz de los dioses.
Por eso puede decirse que la iniciación es operativa en el interior, anteriormente a toda iniciación conferida desde el exterior; lo que inicia, consagra y sitúa al alma en el seno del misterio es la obra creadora; en este sentido puede hablar Sócrates, en el Fedro, de la más perfecta de las iniciaciones; de ahí la «simpatía» que se establece entre los textos sagrados y el hombre, entre el hombre y los textos sagrados. Por este término de «sympatheia», hay que entender una atracción recíproca, una atracción ineluctable que orienta la mirada, acentúa la percepción y provoca la revelación.