jueves, 23 de abril de 2009
EL TRABAJO ESPIRITUAL SE HACE EN SOLEDAD MARIE-MADELEINE DAVY (IV)
EL SOLITARIO ES COMPARABLE A UN TERRENO, IRRIGADO POR UN RIO DE FUEGO QUE NO VIENE DE ÉL
No sé si ustedes se habrán tropezado alguna vez con solitarios. Eso me ha ocurrido a mí dos o tres veces. Hay en su mirada una llama. El solitario es comparable a un terreno, irrigado por un río de fuego que no viene de él. Si se le dice: ¿pero cómo puedes vivir tu soledad, como mantienes tu libertad a pesar del hecho de ser o de no ser amado? Él respondería: "en la dimensión divina, he llegado a ser por la gracia, semejante a una tierra irrigada y luminosa".
¿Cuál es el símbolo del desierto, y por qué el desierto interiorizado nos sumerge en la soledad? El desierto es una tierra estéril, una tierra inhabitada. El desierto designa una tierra en la que se tiene sed. Hay muy pocos pozos. Entonces tenemos sed, pero ¿es que el dinero nos colma? ¿la comodidad y el desahogo humanos nos colman? ¿es que nuestra profesión, incluso si tenemos éxito en ella, nos colma?. No, tenemos sed. ¿Pero sed de que? El solitario va a comprender que tiene sed de eternidad. Tiene sed de algo que no desaparezca, de algo que no pueda morir.
Por que en el fondo, sufrimos por la muerte. La muerte de los que amamos, nuestra propia muerte, pueden despertar nuestro temor. ¿Cómo morimos? El solitario desgarra el velo. El solitario súbitamente comprende algo. Las palabras se mueven, las palabras revelan su sentido secreto.
El desierto interior es alcanzado cuando el hombre comprende que todo debe de interiorizarse. El oído se interioriza, la mirada se interioriza. Y la soledad aviva, despliega el sentido de lo interior. El oído, en el desierto interiorizado, va a captar el murmullo de las fuentes.
Nos encontramos con alguien; nos habla de cosas banales; de repente pronuncia una frase y nos quedamos atónitos. Algo ocurre, su rostro cambia. Me acuerdo de haberme encontrado con una mujer que vivía solitaria. Era extremadamente banal, pero de repente, tuve la impresión de que la experiencia de su dimensión profunda, la experiencia de su fondo, resplandecía en su rostro. Era una mujer que quizás tendría sesenta años y, de repente parecían veinte. Ella no tenía edad, se situaba fuera del tiempo, fuera del espacio.
Todos hemos visto miradas de luz, fugitivas pero luminosas. De vez en cuando, en el rostro, algo aparece, algo se muestra. Si nos asemejamos a una tierra vacía, a un desierto, si aceptamos una verdadera indigencia, entonces la luz llega.