domingo, 22 de noviembre de 2009

LA MIRADA CONTEMPLATIVA - MARIE MADELEINE DAVY ( IX )



En razón de las nuevas modas de viajes que aseguran la rapidez, el hombre moderno está privado de la posibilidad de descubrir los espacios susceptibles de aportarle no solamente energías nuevas, sino también vibraciones sutiles provocando mutaciones y metamorfosis. No se trata en absoluto de añorar los tiempos pasados sino simplemente de evocar un pasado del que corremos el riesgo de olvidar su importancia. Uno solo ejemplo será aquí evocado. A lo largo del Loira, villas como Orleans, Blois, Tours, Saumur, Angers, Nantes están separadas por cortas distancias de entre cincuenta a sesenta kilómetros, recorridos que podría efectuar un caballo durante una jornada. El reposo estaba reservado para la noche. La pequeñas carreteras, los senderos, a veces los atajos –los recaladeros, según la antigua expresión– encubrían sus tesoros. Entendemos por ello los espacios abarcando lugares reveladores de esta innegable sutilidad a la cual hemos hecho alusión anteriormente. Cabalgando una montura –caballo o mula según la fortuna personal–, el caballero no tenía prisa. Gustosamente se paraba. Y esto no solamente en los lugares que le habían sido señalados, sino que poseía a veces el privilegio de descubrirlos. Fuera de los espacios que le retenían en razón de su celebridad, el viajero iba a visitar por ejemplo la cueva de un solitario, o su cabaña situada en el seno de un frondoso bosque. En la literatura medieval, el eremita ocupa un papel tan importante como el caballero. Lo más a menudo su anonimato le situaba en un más allá de toda apelación, indicando así que él pertenecía a otro mundo. visionario, leyendo igual de bien los corazones como los lugares, recorriendo en una misma mirada los espacios de dentro y de fuera, él formulaba juiciosos consejos. Siendo su función la de orientar hacia lo esencial, distinguía los niveles que van de los lugares terrestres a los lugares espirituales.