viernes, 30 de octubre de 2009
EL MISTERIO DE CIERTOS ESPACIOS - MARIE MADELEINE DAVY ( III )
Los santuarios, ermitas, monasterios han sido lugares privilegiados. Muy a menudo en Europa, es alrededor de las iglesias donde el agrupamiento rural se normalizó del siglo VI al IX . La parroquia amaba a los muertos con la proximidad del cementerio y de las habitaciones de los vivos, o mejor las protegía con un amor idéntico, como un ave con las alas extendidas. Durante mucho tiempo, vivos y difuntos mantuvieron relaciones afectuosas. Las sepulturas de los padres y amigos eran visitadas frecuentemente. Las montículos abandonados podían retener a los que pasaban. Ocurría a veces que una tumba hablara. El difunto quería ayudar al vivo un instante recogido. El muerto no estaba ya realmente presente en su carne y huesos y sin embargo él se expresaba en un lugar donde su cuerpo había sido enterrado. No olvidemos que las reliquias de los santos irradiaban ante los ojos asombrados de sus admiradores. Ahora bien la canonización no es siempre significativa. Cajas conteniendo osamentas atraen siempre a las multitudes. Los peregrinajes a lugares santos se perpetúan. Tales lugares no son sin duda más evocadores que otros espacios ignorados, constantemente a descubrir. En la medida en la que el hombre se vuelve capaz de transfigurar la tierra, él la percibe en su belleza luminosa que se vuelve para él una amiga, una hermana, su madre o su propio hijo. En Europa, el emplazamiento de las parroquias estuvo a menudo ligado a los ámbitos galo-romanos; algunos santos –legendarios o reales– han dado sus nombres a pueblos y aglomeraciones, desde las aldeas a las ciudades. La localización de la divinidad tiene a veces necesidad de soledad, de alejamiento de los hombres. Se presenta entonces un contraste entre regiones divinas y regiones humanas. Estudiando las Religiones de la Prehistoria, el Padre Maigage ha precisado los lugares sagrados situados en parajes inaccesibles.
Para el judeo-cristianismo, Dios solo es santo. Lo sacralizado siendo reflejo, extensión proveniente del despliegue de lo que emana de la divinidad única. Con el cristianismo todo bascula: Dios se encarna. Y el cosmos se difumina en beneficio de la historia. Lo sagrado y lo profano cesan de oponerse. Sacralizar la historia sería un error de óptica. Es el hombre que, vuelto TEOFORO, debería irradiar el sol divino.