lunes, 29 de diciembre de 2008
SAN JUAN DE LA CRUZ Y EL MAESTRO ECKHART Desierto e inmensidad Comentarios y consideraciones
San Juan de la Cruz y el Maestro Eckhart... Un tema de singular amplitud y hasta de difícil precisión. En efecto, después del estudio de Orcibal nada nos atreveríamos a añadir aquí si no fuera por el permanente interés que suscitan los autores espirituales y el bien que de ellos se deriva.
Pero a nosotros nos compete, ante todo, enfocar esta perspectiva según la vocación propia del predicador, que ha de intentar llegar a Dios directamente, sin detenerse demasiado en los arroyuelos de la erudición o de la crítica textual.
Desde luego que todo autor místico ha de ser visitado en su propia casa. ¿Podemos ensayar una aproximación extraña a su horizonte? Ahora bien, ¿cuál es ese ambiente, esa tierra suya, donde se nos ocurre que daremos con él? ¿Se trata sólo del análisis externo de sus escritos o de su situación en el espacio y en el tiempo, o hay algo más? El mero estudio de escritorio podría comportar un alejamiento...
Para conocer a un místico, ¿es necesario que el sujeto que se aventura y se arriesga en la empresa lo sea él también? La pregunta la formulaba Dom Anselm Stolz hace ya más de medio siglo y es necesario procurar una nueva respuesta.
Afirmamos que el hombre puede orientarse. Quizá debamos distinguir con mayor frecuencia la doble situación de quien está viajando y de quien ya ha llegado a destino.
La conquista del objetivo nos quedará oculta; en cambio, siempre poseeremos la certeza de ir en camino. Quizá sea necesario presentir, con cierta impaciencia, el deseo de la experiencia inefable de Dios, el dolor por su tardanza, la expectativa nunca satisfecha.
Una suerte de dolor, un sentimiento de ausencia, que impele a adentrarse por sendas siempre nuevas. Y estas no pueden ser otras que las mismas del corazón.
San Juan de la Cruz lo dice así, maravillosamente, en el Cántico:
No quieras enviarme
de hoy más ya mensajero:
que no saben decirme lo que quiero.
Y ¿qué es lo que quiero?
¿Por qué, pues has llagado
aqueste corazón, no le sanaste?
Y, pues me le has robado,
¿por qué así le dejaste,
y no tomas el robo que robaste?
Es esta llaga una clave para dejarse llevar más profundamente en el misterio. Por donde siempre se quiere más. Sed que no pueden saciar los bienes de la tierra, hambre jamás satisfecha, como decía de la poesía un poeta . Es este deseo en lo que comulgan tantos espirituales. Deseo arrebatador e inefable, en suma inexplicable e imposible de traducir.
Una de las imágenes más seductoras que brinda la tradición espiritual es la del desierto. San Juan de la Cruz, en un maravilloso texto de la Noche oscura, nos proporciona una clave que es digna de atención. En ella nos vamos a detener.
(...) esta sabiduría mística tiene propiedad de esconder al alma en sí. Porque, demás de lo ordinario, algunas veces de tal manera absorbe al alma y sume en su abismo secreto, que el alma echa de ver claro que está puesta alejadísima y remotísima de toda criatura; de suerte que le parece que la colocan en una profundísima y anchísima soledad, donde no puede llegar alguna humana criatura, como un inmenso desierto que por ninguna parte tiene fin, tanto más deleitoso, sabroso y amoroso, cuanto más profundo, ancho y solo, donde el alma se ve tan secreta cuando se ve sobre toda temporal criatura levantada .
Y prosigue así:
Y tanto levanta entonces y engrandece este abismo de sabiduría al alma, metiéndola en las venas de la ciencia de amor, que le hace conocer no solamente quedar muy baja toda condición de criatura acerca de este supremo saber y sentir divino, sino también echar de ver cuán bajos y cortos y en alguna manera impropios son todos los términos y vocablos con que en esta vida se trata de las cosas divinas, y cómo es imposible, por vía y modo natural, aunque más alta y sabiamente se hable de ellas, poder conocer ni sentir de ellas como ellas son, sin la iluminación de esta mística teología. Y así, viendo el alma en la iluminación de ella esta verdad, de que no se puede alcanzar y menos declarar por términos vulgares y humanos, con razón la llama secreta .
El carácter escondido y secreto, señalado por el Doctor Místico, se relaciona -como vemos- con un hecho que sólo la experiencia acaba por dejar ver: el alma está puesta alejadísima y remotísima de toda criatura... Certeza que los pasos de toda peregrinación acaban por mostrar, tarde o temprano, cuando la vida del hombre no se queda detenida en la superficie y ha rechazado los temores de su vocación profunda.
Soledad decisiva, desde luego, que no precisa las distancias ni las fronteras físicas, de tiempo o de espacio, de silencio exterior o de sonido... Soledad, en suma, harto profunda e imposible de publicitar en el modo que sea.
Pero esta soledad, profundísima y anchísima, es como un inmenso desierto que por ninguna parte tiene fin. Así se señala a la realidad que carece de confines y que nada ni nadie acertará a describir. Es un desierto, desde luego mayor que los desiertos de arena o de piedra.
¿Estamos ante un modo de expresión religiosa, de expresión de lo inefable, que halla su raíz en la llamada Teología negativa? No parece que sea así no más. Precisamente se trata de lo contrario, ya que aquello a lo que el santo se refiere carece de toda posibilidad de reducción a conceptos o a medidas.
Veamos, ahora, lo que nos dice el Maestro Eckhart en su poema Granum sinapis (El grano de mostaza) .
En el principio,
más allá del sentido,
es siempre el Verbo.
¡Oh rico tesoro,
donde el principio engendra al principio!
¡Oh corazón paterno,
del que con gozo
sin fin fluye el Verbo!
Aunque aquel seno
el Verbo en sí mantiene,
en verdad es así.
De los dos un río,
de amor el fuego,
de los dos el lazo,
a los dos conocido
fluye suave el espíritu
muy semejante,
inseparable.
Los tres son uno.
¿Sabes qué? No.
Sólo él se sabe todo.
De los tres el nudo
es profundo y terrible,
de aquel contorno
no habrá sentido:
allí hay un abismo sin fondo.
¡Jaque y mate
al tiempo, a las formas, al lugar!
El maravilloso anillo
es un brote,
inmóvil en su centro.
El punto es la montaña
a escalar sin acción.
¡Inteligencia!
El camino te conduce
a un maravilloso desierto,
a lo ancho y largo,
sin límite se extiende.
El desierto no tiene
ni lugar ni tiempo,
de su modo tan sólo él sabe.
(der wek dich treit
in eine wûste wunderlich,
dî breit, dî wît,
unmêzik lît.
dî wûste hat
noch zît, noch stat,
ir wîse dî ist sunderlîch)
El desierto, ese bien
nunca por nadie pisado,
el sentido creado
jamás allí ha alcanzado:
es y nadie sabe qué es.
Está aquí y está allí,
está lejos y está cerca,
es profundo y es alto,
en tal forma creado
que no es ni esto ni aquello.
Es luz, claridad,
es todo tiniebla,
innombrado,
ignorado,
liberado del principio y del fin,
yace tranquilo,
desnudo, sin vestido.
¿Quién conoce su casa?
Salga afuera
y nos diga cuál
es su forma.
Hazte como un niño,
¡hazte sordo y ciego!
Tu propio yo
ha de ser no nada,
¡atraviesa todo ser y toda nada!
Abandona el lugar, abandona el tiempo,
¡y también la imagen!
Si vas sin camino
por la senda estrecha,
alcanzarás la huella del desierto.
¡Oh alma mía,
sal fuera, Dios entra!
Hunde todo mi ser
en la nada de Dios.
¡Húndete en el canal sin fondo!
Si salgo de ti,
tú vienes a mí,
si yo me pierdo,
a ti te encuentro.
¡Oh Bien más allá del ser!
San Juan de la Cruz y el Maestro Eckhart concuerdan en señalar y celebrar un desierto que se descubre, inmenso y sin confines, en lo interior más secreto. Con distintos acentos ambos hallan un abismo indescriptible, cuya primera condición es la de superar cualquier imagen.
Es paradójico, desde luego, hablar de imagen en este caso, pero queda claro que los términos sólo son empleados para señalar. Sólo abren la puerta hacia lo que está más allá, que puede ser también más aquí, una inmediatez que no admite calificaciones.
Desde luego que el desierto es un símbolo equívoco , ya que puede significar el lugar de la paz, del silencio, de la soledad o del recogimiento y el ámbito de la tentación o de la prueba, como se ve en el relato evangélico de las tentaciones del Señor (Mt. 4, 1-11 y Lc 4, 1-13).
Ahora nos interesa detenernos en el desierto que es silencio y despojo y que comporta la superación de los confines, es decir: la inmensidad.
El Padre dice: “Yo los conduciré al desierto y hablaré a su corazón.” Corazón a corazón, uno en el Uno, he aquí lo que Dios ama, Dios detesta todo lo que es extraño y está alejado de esta unidad. Dios mueve y atrae a la unidad. Todas las criaturas buscan la unidad, aún las más bajas, y las más altas la encuentran; conducidas y transformadas por sobre su naturaleza, buscan el uno en el Uno, el Uno en sí mismo .
La presencia espiritual de esta unidad está vinculada a lo que la imagen del desierto comporta, y así lo enseña el Maestro ya en las Instrucciones espirituales: Esta verdadera posesión de Dios depende de la mente y de una entrañable (y) espiritual tendencia y disposición hacia Dios, (y) no de un continuo y parejo pensamiento en Dios; porque esto sería para la naturaleza una aspiración imposible; sería muy difícil y además no sería ni siquiera lo mejor de todo. El hombre no debe tener un Dios pensado ni contentarse con Él, pues cuando se desvanece el pensamiento, también se desvanece ese Dios. Uno debe tener más bien un Dios esencial que se halla muy por encima de los pensamientos de los hombres y de todas las criaturas. Este Dios no se desvanece, a no ser que el hombre voluntariamente se aparte de Él.
Quien posee a Dios así, en (su) esencia, lo toma al modo divino, y Dios resplandece para él en todas las cosas; porque todas las cosas tienen para él sabor de Dios y la imagen de Dios se le hace visible en todas las cosas. Dios reluce en él en todo momento, y en su fuero íntimo se produce un desasimiento libertador y se le imprime la imagen de su Dios amado (y) presente. Es como en el caso de un hombre que sufre agudamente de verdadera sed: puede ser que haga algo que no sea beber, y también podrá pensar en otras cosas, pero haga lo que hiciere y esté con cualquier persona, cualesquiera que sean sus empeños o sus ideas o sus acciones, mientras perdure la sed no le pasará la representación de la bebida y cuanto mayor sea la sed tanto más fuerte y penetrante y presente y constante será la representación de la bebida...
Esta larga cita nos sirve para señalar y subrayar la libertad del alma que busca y se da a Dios y la independencia de esta o aquella circunstancia, aún del tiempo o del espacio, en la intangible unidad, si no se aparta ella misma con la voluntad, hecho que -por otra parte- bien destacan los místicos.
Es el desierto una realidad interior, que no excluye, de ninguna manera, la vida entre los hombres y la multitud de las imágenes .
Se requiere “una justa consideración del interior del hombre y un vivo conocimiento, verdadero, reflejo y real de la intención del espíritu entre las cosas y cabe las gentes. El hombre no puede saberlo por la huída, escapando a las cosas y apartándose del exterior para penetrar en la soledad; él debe, más bien, aprehender la soledad interior (literalmente: él debe aprender el desierto interior -er muoz ein innerlich einoede lernen), donde y cerca de quien se halle .”
El desierto interior es “donde el alma va a buscar a Dios en su unidad y en su soledad”. El alma, pues, ase a Dios en su desierto (wüestunge) y en su propio fondo (Sermón 10) y este acontecimiento sólo aparentemente se opone a la vida entre los hombres. Se señala así esta apertura de la vida humana hacia el abismo de su interioridad. Es aquí donde se descubre un horizonte infinito que nada ni nadie puede empequeñecer.
“La inmensidad está en nosotros. Se encuentra unida a una suerte de expansión de ser que la vida refrena, que la prudencia retiene, pero que se retoma en la soledad (...) La inmensidad en el desierto vivido resuena en una intensidad del ser íntimo”. Así se expresa Gaston Bachelard comentando la obra de Ph. Diolé Le plus beau désert du monde. “Es preciso vivir el desierto tal como se refleja en el interior del errante (...) Todo este universo que posee el signo del desierto se halla anexado al espacio de dentro. A causa de esta anexión, la diversidad de las imágenes está unificada en la profundidad del espacio de dentro” .
Pero el desierto es apertura, ocasión, imagen. El Maestro Eckhart usó con frecuencia y abundancia las metáforas. Y esto puede sorprender en quien predicó con ahínco la urgencia de superar las imágenes para llegar más allá de ellas. Sin embargo buscó descubrir el sentido parabólico escondido bajo la corteza de la letra. El Maestro dijo que sí a las imágenes con la condición de rescatar la profundidad mayor celada bajo la aparente superficialidad.
Esto comporta hallar el sentido místico escondido en lo interior de la misma imagen. Es necesario separar su cobertura para dar a luz el sentido velado.
En suma: la imagen del desierto interior esconde una multiplicidad de sentidos, por lo que su riqueza es singular, y se halla en relación, desde luego, con esa inmensidad que el alma reconoce como connatural, ya que es poseedora de una suerte de capacidad infinita. En efecto, ella es, por gracia, templo y morada viva de Dios mismo.
Estas breves alusiones a los textos (y son muchos más) donde San Juan de la Cruz y el Maestro Eckhart convergen y, en definitiva, comulgan, pueden servir para perfilar la figura de un monacato interiorizado, en el sentido en que hablara P. Evdokimov. En este caso se trata de un misterio de la “profundidad” que se expresa con el símbolo del desierto y que halla su icono en el monje, sobre todo cuando se tiene en cuenta el sentido primitivo de la palabra monachos, que quiere decir unificado.
Ahora bien, es claro que lo interior siempre es mayor que cualquier manifestación. El desierto interior supera y trasciende al desierto de arena. Lo exterior, en todo caso, es reflejo o una participación -siempre lejana- de la realidad interior.
¿Qué es realidad interior? El templo de Dios, que se construye en el corazón: un templo más que templo. Misterio de morada, ocasión de presencia, sin cesar abierta por la misma gracia. Y no basta con decir lugar o espacio. Es siempre más, con un dinamismo muy suyo, muy propio, irrepetible e inefable. Nos introducimos en el misterio de lo no-manifestado o de lo que no ha de alcanzar “manifestación”.
Es el mismo Espíritu Santo que nos es enviado... De lo más simple e inmediato haremos siempre misterio. Porque lo que no se manifiesta, lo que queda oculto y en silencio, es lo más grande.
El “Fondo” es así tan inmenso e inimaginable que nunca podremos hablar de él con propiedad. “Porque esto tiene el lenguaje de Dios, que, por ser muy íntimo al alma y espiritual, en que excede todo sentido, luego hace cesar y enmudecer toda la armonía y habilidad de los sentidos exteriores y interiores (Noche Oscura 2, 17, 3)”.
Aquel, para quien todo el mundo es un exilio, sabrá hallar el desierto y la soledad en todas partes. E inmediatamente el gozo y la alegría de la Presencia de Dios inefable, que no puede traducirse ni explicarse en ninguna lengua. El “silencio” es, aquí, una luz nueva, una ocasión para percibir, más allá de los sentidos, el don de Dios, que es Dios mismo.
El “desierto” ha florecido. Ha desaparecido la aridez.
Los grandes maestros nos invitan a pasar más adelante. Llega la hora de la oración simple y confiada. Y a orar se aprende orando… Y nada más.
Alberto E. Justo